Hubo una época en la que éramos iguales, ella y yo, casi de la misma edad, sólo unos meses de diferencia. Ambas hijas de escritores, ambas nietas de la cultura de esta ciudad, con apellidos prestigiosos y recuerdos ancestrales de un lujo venido a menos. Ambas con la misma vida por delante, las mismas opciones, los mismos sueños.
Su papá la cargaba mientras sostenía en una mano el vaso de ron con coca cola. Mi papá no me cargaba, no porque no le gustara hacerlo, sino porque yo estaba esquiva, concentrada en ver a otra como yo ahí al frente. Después, mucho después, cuando ya había decidido la vida que no sería ni actriz ni violinista, cumplí doce años y tuve un novio. Después ella tuvo el mismo novio, cuando ya las relaciones no se llevaban como parte del juego de adultez, sino como parte de la adultez real.
Su papá murió. El mío no. Y ahora somos tan distintas, la veo, tal vez me ve, seguro que no me recuerda. Y a mí se me cayó el bosque, literalmente, se me cayó el bosque en el que iba a construir un deck con un yacuzi; sólo quedó un rastrojo de hojas secas, un racimo de guineos a medio podrirse por la lluvia y unas lajas de revoque de la pared que recibió el bosque. A ella tal vez nunca se le ha caído un bosque en sentido literal. Pero nos quedan las palabras en común, y cuando leo las suyas no dejo de admirarlas.
martes, noviembre 13, 2007
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1 comentario:
Otra Escobar con dotes pa' las letras, cosa rara.
Saludes.
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