miércoles, marzo 05, 2008

Verónica qué

A mí me tocó un apellido común y corriente, de esos que no dicen nada, que no tienen inscrito un inevitable futuro artístico ni una cualidad de la personalidad ni un destino geográfico. No como a Lina la nueva que le tocó apellidarse Gracia, qué responsabilidad tan grande la que tiene con semejante apellido.

Mi apellido común y corriente, salvo por el personaje de nuestra historia que lo llevó por el mundo y lo volvió sinónimo de esa Colombia que rechazan todos, ha pasado desapercibido: yo no he hecho con él mayor cosa, fuera de ser casi siempre la número 11 en la lista, después de tantos Arias, Aguilares, Arangos, Arcilas, Betancures, Boteros, Berríos, Casas, Cruces, Días y Dominguez.

A veces quisiera haberlo hecho notar más, a veces quiero que siga en silencio, que no me vea tentada a hablar de la sospechosamente perfecta y lastimera fotografía de Ingrid Betancur, que no sienta que tengo que expresar que los colombianos deberíamos movilizarnos todos hacia la frontera con Venezuela, vestidos de blanco y de clavel en mano, sólo para demostrarle a Chávez que nosotros cuidaremos nuestra patria, que los colombianos tenemos otra manera de hacer las cosas; que no tenga la necesidad de gritar que la extrema derecha tampoco es la respuesta, que el capitalismo también oprime, que la pobreza que se vive en Colombia es absurda y alcanza límites insospechados para ese 20 % de la población que lo tiene todo, menos la intención de ayudarnos a todos a salir de la crisis, de todas las crisis.

Pero no he hecho mayor cosa con mi apellido, guardo silencio aunque termine metiéndole más presión a esta olla atómica de mi adentro

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