miércoles, enero 16, 2013

Un cuento pendejo para una tarde soleada

Hace tiempos que se me quedó una historia en la garganta, debe ser el día que me comí esa novela que estaba llena de espinas.  Mi mamá sí me dijo que pusiera mucho cuidado, eso porque me conoce y sabe que a mí me salen espinas en todo, hasta en el postre de maracuyá, pero no le hice caso.  Debe ser ese día, porque no se me ocurre cuándo más. 
Hasta de lejos se me nota la espina, eh, la historia que parece una espina en mi garganta, ni siquiera me reconozco en las fotos, algunos dicen que es porque ahora estoy gorda, pero yo sé que es por la espina en la garganta. 
De pronto me cogen ataques de tos por culpa de la historia que no quiere salir,  digo yo, aunque otros dicen que puede ser el cigarrillo o eso de no abrigarme nunca, aunque esté haciendo mucho frío afuera.
Una vez fui dónde la odontóloga a ver si me la quitaba, la historia, no la tos, porque pensé que de quitar la historia, pues la tos se iba, pero no pudo: luchó y luchó la Lucha, porque se llama Lucía y a algunas Lucías les dicen Luchas, no a ésta, pero me sonó interesante eso de "luchó y luchó la lucha", así que lo dije. A veces digo este tipo de tonterías, en especial ahora que tengo esa historia ahí atrapada. La Lucha, es decir, la odontóloga, me mandó donde el narratólogo, pero no pude ir porque no lo cubre mi prepagada. Yo busqué en ese librito y no encontré ningún narratólogo. Otro día la odontóloga me mandó donde el lavatapetes el mágico, pero era que esa vez lo que tenía era un carro inundado; ese sí lo encontré, y lo seguí encontrando, porque ya van cinco veces que se me inunda el carro (cualquiera diría que ya habría aprendido la lección,  demás que sí, pero creo que esa historia atrapada dificulta el acceso de sangre al cerebro y mis neuronas, menos oxigenadas, es poco lo que aprenden). 
Eso tengo para contarles de la tos, pero ni hablar cuando lo que me cogen son los ataques de silencio, yo creo que esa historia atrapa todas las palabras que salen, para poder engrosarse y llenarse de vocabulario exótico; a mí, a veces,  me deja las palabras de siempre, las coloquiales, para que haga con ellas lo que quiera, pero quién escribe así, nadie, después van y creen que a uno le falta lectura. Qué supieran que fue por la lectura que se me quedó la historia en la garganta. 
Una vez intenté mirarme en el espejo a ver si lograba ver algo, tomé un baja lenguas, bueno, en realidad era el palo de una paleta roja, porque a mí siempre me han gustado las paletas rojas, las colombinas rojas, los confites rojos y los bolis rojos, los que saben a rojo, no a cereza ni a frambuesa ni a fresa, sino a rojo. En fin, tomé el baja lenguas palo de paleta y una linterna, estuve de pie frente al espejo e hice todo tipo de piruetas para tratar de verme la garganta, alcancé a ver una que otra palabra, pero no descifré lo que decían porque se veían al revés en el reflejo, y como la historia dificulta el paso de sangre a mi cerebro y mis neuronas son poco oxigenadas, es poco lo que entiendo. 
Otro día me acordé del dicho aquel que dice que los borrachos y los niños siempre dicen la verdad, entonces me pregunté si mi historia más bien sería una verdad escondida, un secreto de esos bien guardados. Lo primero que hice fue sentarme, concentrarme y hacer mucha fuerza para volverme niña. Después de varios minutos me di cuenta de que el proceso era inútil. Y eso que de niña no era sino tomar mi piel entre las manos y apretarla o sumergirme durante minutos en una bañera para volverme viejita, llena de arrugas. Hasta intenté tomar un baño corto y secarme muy bien, para ver si el proceso inverso funcionaba, pero no, descubrí con dolor que el proceso no puede hacerse a la inversa, así que no lo intenten en sus casas, no vayan a perder el tiempo. O piérdanlo, si quieren, pero después no digan que no se los habían advertido. 
Como eso de hacerme niña no funcionó, entonces decidí hacerme borracha. Creí que en la vomitada se iba a salir la historia que tenía atrapada, la verdad escondida, pero no, ahí se quedó muy bien agarrada. 
Entonces se me ocurrió que mi historia quizás era un ser vivo, algún hijo de esos que yo quise tener y no tuve; un ser vivo que se agarraba con fuerza a las paredes laterales de mi garganta y que se rehusaba a salir. Quién sabe, quizás tenía un embarazo muy ectópico y atípico. Intenté llamar la historia con un sonajero, a ver si el sonido la atraía; luego le hice juego de luces, a ver si las luces la atraían; hasta le canté una canción de niños, a ver si la tonada la atraía,  pero todo fue inútil. 
Tal vez no esté viva, después de todo, tal vez sean sólo palabras muertas. Y qué hace uno con la garganta llena de palabras muertas, dónde empiecen a podrirse y a oler maluco. Entonces, desde ese día,  y ante la imposibilidad de hacer cualquier otra cosa, empecé a hacerme enjuagues bucales con listeryne y a comer mucho chicle. Así, cuando la gente se me queda mirando la garganta, yo hago una bomba, me río y les digo: tranquilos, no es nada, sólo chicle.