lunes, febrero 19, 2007

QUERER

Quiero que mi película la haga Pedro Almodóvar.
Me gustaría verla en cartelera y regresar a casa con el deseo incontrolable de tomarla entre las manos y ubicarla en el centro de la sala, convertirla en bailarina de porcelana o en escultura de Botero.
Quiero que cada plano parezca un cuadro pintado hace cien años, que la historia me lleve, me traiga, me golpee, me reviva, me cuestione y me deje con esa sensación de vacío satisfecho que me invita a seguir viviendo.
Quiero que Almodóvar la tome entre sus manos, la destruya y la recree, y me la entregue, nuevecita, estrenando, que le ponga a mi Lucía de lo mismo que le pone a su Raimunda; que al terminar la historia todos sintamos que la vida continúa, pero sin nosotros, que no nos importa, que no tenemos cabida en lo que sigue, que es un secreto que jamás descifraremos. Quiero verla y no reconocerla de inmediato, pero pensar que por allá en el fondo hay algo que nos une, que nos vimos en otro tiempo, en otra vida.
Quiero que él le haga el amor a cada toma, que los silencios sean suspiros. Quiero que la tienda de la esquina sea igual a la de su infancia, a aquella en la que compró bombones con caramelo o turrones de alicante cuando su nombre todavía no decía nada, y que el sacerdote sea el de sus pesadillas; quiero que la minifalda de la joven esté a su altura, que sea como él se la imagine, que despierte en él las pasiones más profundas.
Quiero que mi ventana sea de almodóvar, que de bendita no tenga más que el nombre.

Se preguntarán a qué viene esto, por qué ahora, qué más da, por qué no ahora, al fin y al cabo, según la teoría, todos estamos a seis personas de distancia de aquel que necesitamos, eso significa que necesariamente quien lea esto se encuentra a cinco de Almodóvar, y así, de menos en menos, hasta que sea el mismo Pedro –confianzas que me daré en aquel entonces- el que me diga: quiero que tú película sea mía.

lunes, febrero 05, 2007

ODA A LA TIENDA DE LA ESQUINA

Cuando uno se va del barrio quisiera que la tienda de la esquina saliera detrás de uno, que Doña Señora empacara sus corotos y amarrara sus sonrisas junto con todos esos papelitos en los que anota día a día las deudas, las del mercado, las del almuerzo, las de los chocolates y los cigarrillos; que cogiera la nevera y el mostrador gastado, el vidrio que tantas veces sirvió de barrera entre la razón y el corazón, y los metiera en el camión de las mudanzas, que llegara al barrio nuevo y siguiera siendo para uno la señora de su tienda de la esquina, la que fía y sabe desde antes qué es lo que uno quiere, la del tinto por la mañana, sin azúcar como siempre, y la del pastel por la tarde, de guayaba de la buena.
Pero, ¡la tienda es tan fiel a su esquina!

...


(Luego, cuando son otros los años, otras las casas, otros los que fían, otros los ojos que se debaten frente al mostrador, otros los pasteles de guayaba, la señora de la esquina sigue ahí, todavía se acuerda de uno, todavía tiene un papelito guardado, ya amarillo, en el que se lee con tinta borrosa la última deuda, la que perdonó, la que saldó porque así es ella y todavía lo ve a uno y le sonríe mientras le sirve el tinto de la mañana, el sin azúcar como siempre)